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Recordamos… El día que nació ‘El Antílope de Ébano’

Finales de verano de la segunda década del siglo veinte. Condado de Lawrence, al norte del vasto estado norteamericano de Alabama. Un diminuto lugar, nombrado Oakville, albergaba en su seno la cándida esperanza de una numerosa familia que luchaba por salir adelante. Bisnieto de esclavos, nieto de esclavos, e hijo de un modestísimo matrimonio de granjeros, Henry y Emma, que empeñaba su vida en los campos de algodón, buscando un sustento complicado para la época, J.C. viene al mundo el 12 de septiembre de 1913 como séptimo de once hermanos. El destino querría que su talento emergiera de entre las sombras para convertirse en leyenda.

De nombre completo James Cleveland, el pequeño se crió inmerso en plena sociedad rural, pusilánime, apocada. Las diferencias raciales establecían muros inquebrantables que resultaban inabarcables para los estándares de la época, y más aún en una zona como Alabama, posiblemente uno de los lugares con más problemas de segregación que nunca haya conocido aquel turbio período del país de las barras y estrellas.

En vista de un futuro nada halagüeño, y sin apenas nada que perder, su familia decide trasladarse cuando él cuenta con apenas nueve años de edad, en búsqueda y captura de un vuelco a sus expectativas, rastreando certidumbre en una zona distinta. El niño, enjuto, débil, de constitución raquítica, había luchado a duras penas por salvar su vida, tras una complicada neumonía. La vida quiso darle una segunda oportunidad, que afortunadamente no iba a dejar escapar. Un viaje hacia el cambio, y hacia la esperanza. La mayor urbe del estado de Ohio, Cleveland, precisamente, como su segundo nombre, a la vera de los Grandes Lagos, localizada en pleno y pujante núcleo industrial, sería su destino. La búsqueda de una estabilidad, de un trabajo digno, y de una manera de subsistir de manera honrada y respetuosa, la gran ambición de la familia. 

Y a partir de aquí, comienza a tomar forma una historia que se escribirá sola, amparada en un guión de ensueño, que quiso convertir a la humildad, al trabajo y al talento puro en absoluto triunfo

Durante su adolescencia, J.C. dedicaba su esfuerzo, tras la escuela, a prestar toda la ayuda financiera posible a sus laboriosos progenitores, y colaboraba en casa con la escasa asignación que recibía reparando zapatos. De físico enclenque y enfermizo, su ilusión por integrarse entre sus compañeros practicando deportes colectivos se evaporaba, rechazo tras rechazo. Para matar el tedio generado por esa soledad, mientras todos sus compañeros pasaban las horas disfrutando de cualquier tipo de deporte colectivo, de los que J.C. era siempre descartado, se aficionó a correr dando vueltas al campo de béisbol local. Sería durante uno de estos inocuos trotes cuando su destino cambiaría para siempre. Charles Riley, profesor de educación física del Fairmount Junior High School, contemplaba al muchacho mientras galopaba incansablemente por aquel césped mal cortado. Y lo vio claro. Se acercó, y sin titubear le dijo: «chico, vas a ser el mejor atleta del mundo». Mezcla de sorpresa, candidez y fascinación, J.C. comenzaba a entrenar con aquel hombre meticuloso y observador, de ancha gorra, gafas circulares y pelo cano.

Los resultados no tardaban en reflejar con marcas el camino que su físico había emprendido pocos meses atrás, con la genética del joven ocupándose de todo: vigoroso y fibrado, tornándose en remota su constitución anterior, las pruebas más explosivas se constituirían como camino ideal para sus dotes. El 100m, el 200m y el salto de longitud veían cómo el imberbe J.C. triunfaba una y otra vez en las competiciones estatales. Durante sus años en el instituto, participó en 79 pruebas. Ganó 74

El paso siguiente, la universidad. Destacando sobremanera a nivel atlético, no fueron pocos los responsables deportivos que entraron en contacto con el joven. Pero él, familiar y sencillo como era, descartó toda opción que le alejara de sus padres. Se decantó por Ohio State, que no le ofrecía ni mucho menos la mejor alternativa. Sin embargo, podría, por un lado, seguir cerca de los suyos, y por otro, que Riley, en quien confiaba ciegamente, siguiera ocupándose de su formación deportiva y de su entrenamiento. No conseguía una beca de la universidad, pero a cambio, Ohio State ofrecía un trabajo a su padre. 

J.C. seguía, aún así, ayudando en casa todo lo que su escaso tiempo libre le permitía. Cualquier trabajo era válido si servía para aportar unos pocos dólares. Ascensorista, botones de hotel, empleado de gasolinera. Lo que fuera, con tal de prestarse útil a su familia. 

Ya en 1933, son varias las plusmarcas que J.C. consigue derribar. Con 20 años recién cumplidos, se postula ya como un extraordinario especialista, y logra un magnífico salto de 7.56m, récord nacional de su categoría, en los Campeonatos Nacionales para estudiantes de instituto. En las 100 yardas lisas (91 metros), lograría su primer resultado de talla mundial: 9.4 segundos con cronometraje manual, igualando el mejor registro planetario, en poder del relevista, también estadounidense, Frank Wykoff. En los círculos atléticos, empieza a conocerse al chico con el sobrenombre de «Buckeye Bullet» (el ‘buckeye’ es un tipo de castaño que impera en los bosques del estado de Ohio, representando un reconocible símbolo de esta tierra, y que es, además, el sobrenombre por el que se conoce al estado norteño).

Y llegaría el día en el que, en una mezcla de satisfacción y asombro, sus congéneres situarían al otrora escuálido J.C. en el pedestal en el que sus maravillas deportivas merecían situarse. Un 25 de mayo de 1935

Tras varios días aquejado de dolorosas molestias en la espalda, J.C. acude muy lastrado a la disputa de la Big Ten Conference, en Ann Arbor. La prestigiosa pista de Ferry Field otorgaba un estatus considerable al encuentro celebrado en el estado de Michigan. Con varias pruebas por disputarse, J.C. toma parte en cuatro de ellas. Su preocupante estado físico se reflejaba en una anécdota que acontecía antes de saltar a la pista. Hasta tal punto llegaban sus dolores de espalda, que sus compañeros tuvieron que vestirlo para que saltara a la pista. No era tan siquiera capaz de hacerlo solo. 

Pocos instantes después, y de manera increíble, los mismos que se compadecían de un chico lesionado minutos antes, asistían extasiados ante la que, aún hoy, es una de las mayores gestas de la historia del atletismo

En un lapso de tan sólo 45 minutos, J.C. se encargaría de demostrar al mundo entero su colosal potencial. En esos históricos 2.700 segundos, aquel atleta de 21 años iba a conseguir la friolera de cuatro récords mundiales. Batía tres registros planetarios e igualaba otro en un espacio de tiempo de aproximadamente 45 minutos (en cuatro eventos; los récords de 220 yardas lisas y 200 metros se consideraban por separado, aun disputándose en la misma prueba -oficialmente, el récord de 200m aún no se consideraba como tal). Sin apenas descanso entre competiciones. De locos. 

Tras igualar de nuevo la plusmarca de 100 yardas (9.4 segundos), saltaba 8 metros y 13 centímetros en longitud (récord mundial que se mantuvo vigente hasta que el 12 de agosto de 1960 – es decir, más de 25 años después – Ralph Boston saltara 8.21m en California), corría las 220 yardas (201.2m) en 20.3 segundos (en recta), y en la misma distancia con vallas lograba convertirse en el primer hombre en la historia en quebrantar la inexpugnable barrera de los 23 segundos (22.6 segundos).

Ese 25 de mayo es considerado, a tenor de los impresionantes registros (y su circunstancia) como una de las más inmensas proezas que jamás se hayan conseguido en la historia de nuestro deporte. Con insoportables dolores de espalda, aspecto que añade un indiscutible cariz épico a la hazaña, y en un lapso ridículo de tiempo, dada la complejidad y dificultad de los objetivos, el joven J.C. se convertía en el atleta a seguir. En el máximo exponente del nuevo atletismo. Como un reguero de pólvora, la noticia circulaba por los mentideros a la misma velocidad con la que J.C. deleitaba en la pista, y era difundida como lo que era, un logro mastodóntico, por las agencias de noticias. Una hazaña. La épica proeza de Ann Arbor. El mundo entero asistía incrédulo al nacimiento de un talento descomunal. A partir de entonces, el sobrenombre era revelador: aquel jovencito de presurosos movimientos y hercúlea presencia sería conocido como «El Antílope de Ébano».

Los Juegos Olímpicos de Berlín, celebrados un año más tarde bajo el terrorífico halo de un creciente nacionalsocialismo, certificarían el mito del que hablamos. 

Muchos años antes, cuando un profesor de Cleveland preguntaba al recién llegado su nombre, éste respondía tímidamente, y con un marcado acento del sur: «mi nombre es J.C.». James Cleveland. Con pronunciaciones similares, aquel maestro entendía «Jesse». Y como Jesse fue conocido para siempre. Así comenzó a construir paso a paso su futuro, y así empezaba a destacar en las pistas de tierra y ceniza ese pequeño adolescente, llamado a trascender la historia.

Y así nació, aquel 25 de mayo de 1935, la leyenda de uno de los mejores atletas que haya contemplado la humanidad. De la nada, de la mezcla entre la espesura cenagosa del sur, y los bosques impenetrables de los Grandes Lagos, surgía «El Antílope de Ébano». El mundo se congratulaba de que hubiera aparecido quien estaba llamado a ser uno de los más grandes. 

El gran Jesse Owens.

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