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La historia de una genialidad

Como en todo en la vida, los genios en el deporte suelen ser sana o insanamente discutidos. Sus teorías o actos abarcan tanto el aplauso más admirado y sincero como la crítica más mordaz e incendiaria. En el último caso, se tiende a tildar al que innova poco menos que de loco. Se critica, se alza la voz y se pone el grito en el cielo. A veces con mayor o menor virulencia. Pero lo que es punto común es el hecho de que, cuando se comprende que el genio ha innovado y ha mejorado lo existente, no cabe más remedio que aceptar, aplaudir, aprender e imitar.

El pequeño Richard nacía en la ciudad de Portland, estado de Oregón, el 6 de marzo de 1947. De cuerpo desgarbado, metro noventa y tres de estatura, Richard (o ‘Dick’, como se le conocía en familia) comenzaba a practicar el salto de altura a la edad de 11 años. Por su fisonomía, siempre entendió que la técnica más convencional, el llamado ‘rodillo ventral’ (consistente en batir cerca del listón, y pasar el cuerpo mirando hacia el suelo en un movimiento rotatorio), o incluso la ‘tijera’ (pasar primero una pierna), no se adecuaban a sus características. Consideraba que eran métodos poco efectivos, que, por tanto, se podían mejorar. A partir de 1963, con apenas 16 años, Dick comienza a experimentar con una técnica nueva, nacida a raíz de la comprensión adquirida: si saltaba de espaldas al listón, el vuelo sería biomecánicamente más sencillo, por existir un menor espacio entre el centro de gravedad del saltador y el obstáculo a superar. De esa manera, se conseguía ganar una mayor altura.

Tras matricularse en Ingeniería Civil en 1965 en la Universidad de Oregón, Dick continúa perfeccionando su salto, y pasa de rondar con dificultades el 1.70m apenas un par de años antes, a ganar el Campeonato Universitario en 1968, clasificándose, con una marca de 2.21m —tercera mejor marca de la historia de Estados Unidos— para los Juegos Olímpicos de México. Como puede observarse, la investigación, el entrenamiento, el perfeccionamiento y el estudio del cómo no fueron instantáneos. Las mejoras de Dick adquirieron un cariz absolutamente progresivo.

Obviamente, como en todos estos casos, el estilo bregaba ya ante una legión de encarnizados críticos, que consideraban poco menos que obsceno que un mojigato de provincias osara pervertir las maneras clásicas del llamado salto alto. Muchos entrenadores hablaban de «ausencia de estética» en sus saltos, y muchos compañeros lo tildaban poco menos que de loco.

Todo hay que decirlo: existe una razón fundamental por la que Dick apostó a ojos cerrados por esta técnica de salto. A partir de 1963, en los fosos de altura, comienzan a instalarse colchonetas tras el listón. Hubiera sido complicado que los atletas pusieran en riesgo su físico cayendo de espaldas en los antiguos fosos de arena. Casualidades de la vida (o causalidades, quizá), Dick supo aprovecharse de ello.

Y aquí, el epicentro de la historia: Juegos Olímpicos de México, año 1968. Cosecha de innumerables nombres propios y momentos que, para siempre, quedarán grabados en la memoria colectiva. Hablando sólo de atletismo, Bob Beamon, Jim Hines, Tommy Smith y John Carlos, Al Oerter, Kip Keino, Viktor Saneyev, Wyomia Tyus. Los Juegos de Mark Spitz. De Vera Cáslavská. Una lista legendaria.

En la tarde del 20 de octubre de 1968, último día de aquellos Juegos, los concursantes de la final de salto de altura clavaban su mirada en el chico de Oregón. El paria. El bicho raro. Dick, totalmente concentrado, siempre ajeno, siempre a lo suyo. Eligió bien sus saltos. Concretó su vitalidad en paciencia. Saltaba sobre 2.03m, 2.09m, 2.14m, 2.18m, 2.20m y 2.22m, todos ellos a la primera. Los jueces se miraban, en una suculenta mezcla de incredulidad y reparo, con la sapiencia de que no existía norma alguna que les reafirmara en sus convicciones de que aquel tipo extraño, con sus extrañas maneras, pudiese ser descalificado.

Si saltaba 2.24m, era campeón olímpico. Y a la tercera, lo consiguió. Se detenía, totalmente concentrado, apretando los puños, como susurrando un extraño mantra o practicando un arcaico ritual, obligando con ello a la atención extrema de las 70.000 personas que abarrotaban el Estadio Azteca. Y ahí, emprendía su baile. Aquel baile que había comenzado cuando Dick tenía 16 años. Aquel baile que le llevó a convertirse en uno de los mayores innovadores de la historia del atletismo. Con 2 metros y 24 centímetros, culminaba su hazaña con el oro y con el récord olímpico. Mejor marca mundial de aquel 1968. Su intento por superar la plusmarca mundial del soviético Valeri Brumel (2.28m), infructuoso. Dick no conseguía arrebatar la mejor marca de siempre al que fuera su ídolo, pero sí que conseguía demostrar que, tanto en el deporte como en la vida, hay que saber apreciar, respetar y apostar por todo aquello que pueda desvelar un resquicio para el avance y la mejora.

Al no conseguir la clasificación para los siguientes Juegos Olímpicos, Múnich 1972, Dick abandonó el atletismo. Era aún joven, pero casi yacía, emocionalmente agotado, tras la amalgama de acontecimientos vividos en México, y entendía que su aportación estaba más que hecha. El destino le había recompensado con creces. Pese a no ser un saltador especialmente virtuoso —ni siquiera el más talentoso de su época—, con su innovación y su apuesta firme y decidida había hecho temblar los cimientos de todo un deporte.

Aunque no pudo superar el registro de su ídolo Brumel, la leyenda ya estaba escrita. La historia había cambiado. Adoptando el nombre de su creador, nacía el ‘Fosbury Flop’. Y aquello, mataba y enterraba en perspectiva y para siempre al ‘rodillo ventral’. Para muestra, un botón: en los Juegos de Moscú ’80, doce años más tarde, de los dieciséis saltadores que tomaron parte en aquella final, trece utilizaron la técnica de Dick. Hace ya más de veinte años que todos los saltadores, sin excepción, saltan al estilo de Dick. Al ‘estilo Fosbury’.
Damas y caballeros: el legendario e inolvidable Dick Fosbury.

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