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Recordamos… Javier García Chico: un sueño de verano

Esta historia comienza a tomar forma a partir de las cinco de la tarde del 7 de agosto de 1992. Las pértigas descansan bajo la luz adormilada y cautivadora del sol barcelonés, al abrazo de la montaña mágica de Montjuïch, en una tarde ventosa del antepenúltimo día de los Juegos Olímpicos de verano. Un nombre, un hombre, bajo cuyas responsabilidades están fijados todos los focos, sobre el que se posan todas las miradas. El ucraniano Sergey Bubka, poseedor incontestable de ambos récords mundiales, y dueño absoluto de la disciplina desde casi dos lustros atrás, se dispone a atacar su segunda tentativa sobre 5.70m. El primer intento, nulo. Mientras los demás saltadores buscaban el paso firme y la solidez de abarcar alturas factibles para tomarle el pulso a la tarde y al concurso, Bubka, seguro y confiado, inauguraba su participación en aquella final olímpica de forma dubitativa, incómodo ante los, para él, escasos dos minutos de tiempo que se establecían para que cada saltador afrontase la altura correspondiente. El ucraniano, por entonces vigente campeón olímpico, seis veces campeón mundial (tres al aire libre y tres indoor) y campeón continental, depositaba su fe en una decisión que, a la postre, sería definitoria y calamitosa para su devenir en aquella final. Con la determinación de quien se sabe el mejor, aparcaba sus dos intentos sobre 5.70m, y buscaba la comodidad del listón establecido en un 5.75m que le permitiera olvidar los previos instantes de incertidumbre. Eso sí, con la única bala de su recámara, con un único intento posible. Treinta y seis centímetros por debajo de lo que era su récord mundial vigente al aire libre (6.11m). La tensión, reflejada en su rostro como si su vida pendiese de un hilo, dictaba sentencia. Bajo el verde uniforme del Equipo Unificado, Bubka elevaba la pértiga, resoplando, y se lanzaba al pasillo. Duda en la carrera. Duda en la batida. Duda en la elevación. Muy lejos de lo pretendido. El público de Montjuïch, tras sonorizar al unísono su estupor, enmudecía de consternación. Tercer nulo. La estrella abandonaba la fiesta.

A escasos metros, Javier García Chico se congratulaba en un acto de reafirmación personal. Barcelonés, 26 años recién cumplidos, bajo las órdenes del sabio Hans Ruf. Su trayectoria, casi inmaculada, en la pértiga patria pasaba casi inadvertida, casi de puntillas, por aquella final. Llegaba con la decimoséptima mejor marca de los participantes durante aquel año (5.70m) en un concurso que contaba con treinta y cinco pertiguistas. Con una preparación estival brillante, concienzuda y escrupulosa, García Chico se encontraba, casi con toda seguridad, en el mejor momento de su carrera deportiva. Quizá, ante su gran oportunidad de obtener un gran resultado. Aquellos Juegos Olímpicos lo refrendaron.

Con todas las miradas centradas en uno de los oros más claros de antemano en aquellos Juegos, el catalán se encontró en el lugar preciso, en el momento más indicado. Él lo sabía. Lo presentía. Se lo había contado a sus amigos la noche anterior, mientras se tomaba unas cañas, relajado y distendido, ajeno a que el día siguiente un estadio entregado corearía su nombre. Aún con esas, algo palpitaba en su interior.

Examinando a sus rivales, García Chico vio que Bubka no iba a poder con la presión. «Es que me dio la sensación de que lo iba a hacer mal… desde el principio. No estaba a gusto con nada, cambiaba de pértiga continuamente… yo creo que no llevó bien el estrés».

Ahí llegaba el momento del español. Había cualificado saltando 5.55m a la segunda, y entraba en la mejora de aquella segunda semifinal. Y ya en la final, 5.40m, 5.60m, y 5.70m, los tres envites superados al primer intento. Los soviéticos Tarasov y Trandenkov, con un concurso aparentemente manejable para ellos (y ya con Bubka apeado), parecían estar a otro nivel.

Sobre 5.75m, García Chico se alzaba sobre el listón en la segunda tentativa, habiéndolo derribado en la primera. Esta vez, franqueaba la barrera, igualaba su mejor marca personal de siempre, y se situaba como candidato absoluto para posición de medalla. El que se postulaba como su gran rival aquella tarde, el saltador de Portland, Kory Tarpenning, buscaba igualar esos 5.75m. Javier García Chico, sentado en un rincón, contenido, casi ansioso, y cubierto por una toalla, desechaba la posibilidad de observar lo que acontecía en el pasillo de pértiga. El clamor de aquel estadio se encargaría de contárselo al oído unos pocos segundos después. El barcelonés se aseguraba, con el fallo de Tarpenning, una medalla. Montjuïch explotaba. Si es que no había explotado ya cuando superó el listón sobre 5.75m.

La final se iba a decidir entre los tres contendientes que aún quedaban vivos en el concurso. El joven Maksim Tarasov, de 21 años, alumno aventajado del ‘Zar’ Bubka, había sobrepasado los 5.60m demostrando una solvencia casi exorbitante. No había vuelto a saltar. Su formidable vuelo sobre 5.80m al primer intento lo colocaba como gran candidato al oro. Su compatriota Igor Trandenkov, con un concurso igualmente inmaculado, no podía con la altura. Dos tentativas que era incapaz de culminar. García Chico observaba. Ajeno a toda presión, no había conseguido tampoco acometer una altura que le venía ligeramente remota, valorando su historial pretérito. En el tercer y último intento, rebosante de confianza, pletórico de voluntad, exuberante y demostrando una valentía, un desparpajo y un arrojo descomunales, García Chico encaraba por última vez aquel pasillo, sin conseguirlo. Pero una medalla ya era segura. Hacía falta saber cuál sería el metal.

El destino quiso que, en aquella tarde de verano, Trandenkov consiguiese salvar el escollo, sobrepasando el listón sobre 5.80m al tercer y último intento. Ya sobre 5.90m, jugándose el oro, ninguno de los dos compañeros de aquel Equipo Unificado conseguía sobrepasar el obstáculo, y por menor número de nulos, el triunfo era para Tarasov.

La presea de bronce esperaba, pues, a un atleta que se encontró ante el mejor momento de su vida, ante su mayor reto y su más lúcida oportunidad y al que nunca se le otorgó la importancia que realmente tuvo. Finalizando el concurso con 5.75m, que igualaba su mejor marca de siempre al aire libre (también pudo con ella en San Cugat, el 3 de agosto de 1990, dos años antes), García Chico fue testigo de excepción de la debacle aquel día de una rutilante estrella como Bubka, y espectador privilegiado del primer gran éxito internacional, tras su bronce mundial en Tokio un año antes, de quien se convertiría en un peso pesado histórico, como Maksim Tarasov.

Como él siempre dijo, lo que ocurrió con Bubka siempre fue para él un inconveniente, más que un motivo de regocijo. Era poco menos que un lastre con el que cargar. Pero inevitablemente, su nombre siempre irá de la mano del recuerdo de aquel fracaso del que es, sin ninguna duda, el mejor pertiguista de todos los tiempos.

«Lo que me hubiera gustado es que Bubka no hubiera fallado, y hubiera fallado otro. De esa forma, se habría valorado mucho más mi medalla».

Para un atleta que fue 14 veces campeón de España (4 veces al aire libre y 10 en pista cubierta, 7 de ellas de manera consecutiva), que acudió a cuatro Juegos Olímpicos contiguos (Seúl, Barcelona, Atlanta y Sídney) y a 10 Campeonatos de Europa, y que batió 9 veces la plusmarca nacional, nada puede ser un lastre.

Javier García Chico vivió aquella tarde de agosto de 1992 su particular sueño de verano. El premio, además de una medalla que reposa, orgullosa y brillante, en disfrute de su legítimo propietario, convertía a éste en el mejor pertiguista español de la historia, con el respeto más absoluto a los primeros espadas de la disciplina patria. Y sobre todo, perpetuaba aquella tarde de verano, bajo el calor de Montjuïch, a la vera del Mediterráneo, en aquellos Juegos por siempre inolvidables.

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