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Carreras Inolvidables: Crystal Palace, 1980, 5.000m

Si hay una idea que debe aplicarse y tomarse como referencia con especial justificación en el mundo del atletismo, esa es aquella que dice que la carrera no termina hasta que se cruza la línea de meta. ¿Por qué? Aquí, un claro ejemplo.

Tras los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980, el excepcional mediofondista inglés Steve Ovett regresaba a casa con un brillante botín. Su duelo, cuya fuerza emocional adquiriese la etiqueta de legendario, con su compatriota Sebastian Coe, prometía grandes emociones. Y no defraudó.

Coe, gran favorito en el 800m, caía en su distancia predilecta (en la que poseía desde julio de 1979 el récord mundial), derrotado al sprint por aquel archi-enemigo Ovett. Tras la relativa sorpresa, Ovett se disponía a rubricar una inmaculada competición, dando la estocada a Coe en la final del 1.500m, distancia que, a priori, beneficiaba más al recientemente proclamado vencedor en la doble vuelta al anillo. No en vano, se trataba del plusmarquista mundial, habiendo arrebatado a Coe el récord de la prueba durante aquel mismo verano, y reforzando posteriormente su registro con el magnífico 3:31.36 que conseguía en Koßlenz apenas dos semanas después de aquellos Juegos, encontrándose posiblemente navegando a través de uno de los mejores momentos de forma de su trayectoria deportiva.

Sin embargo, Coe, clamando venganza y ávido de devolver la afrenta a Ovett, se imponía en un brillantísimo final, relegando a éste, incapaz incluso de hacerse con la plata, en detrimento del germano oriental Jürgen Straub. El sprint a tres será recordado como uno de los más hermosos e intensos de una final olímpica.

A pesar de todo, magníficos Juegos para Ovett, con una sublime actuación en el 800m, y un más que digno bronce en el 1.500m.

Días después, el mediofondista de Brighton conseguía destrozar su propia plusmarca, conseguida en Oslo en julio, convirtiéndose en el primer atleta en cruzar la barrera de los 3 minutos y 32 segundos.

En aquellos últimos estertores de la temporada, Steve Ovett competía en Londres, casi como vanagloria del éxito pretérito de aquel espectacular momento, en una prueba de 5.000m que apenas debía tener historia, vista sobre el papel. Un mero trámite. El National Sports Centre del territorio londinense conocido como Crystal Palace (zona residencial del sur de la capital) albergaba una prueba en la que Ovett partía, obviamente, como gran favorito, pese a no tratarse de su distancia, y en la que destacaba la presencia de dos atletas con buen pedigrí. Por un lado, el norteamericano Bill McChesney, que había sellado su clasificación para los 5.000m de Moscú ’80 (y que no pudo acudir finalmente por el boicot estadounidense). Y por otro, el bravo irlandés John Treacy, brillante Campeón Mundial de campo a través en 1978 y 1979, y séptimo en la final de 5.000m de Moscú tras haber protagonizado apenas unos días antes, en la primera serie de los 10.000m, una de las imágenes más sobrecogedoras de los Juegos. Una súbita parálisis, provocada al parecer por la deshidratación, fulminaban al irlandés a falta de apenas doscientos metros para la meta. Tras recuperarse del sobresalto, pudo culminar su participación olímpica aquel año con el mencionado séptimo lugar en los 5.000m (en Los Ángeles ’84, conseguiría brillantemente la plata en el maratón).

Si la carrera podía parecer de antemano óptima para convertirse en un panegírico al triunfo olímpico de Ovett, el ritmo a falta de poco más de dos vueltas para el final era incapaz de revelar lo contrario. La lentitud de la prueba presagiaba un incuestionable éxito del talentoso mediofondista de Brighton.

Dominando desde sus imponentes y esbeltos 183 centímetros, Ovett dejaba pasar los giros, sabedor de ese mítico, inabarcable ‘rush’ final. A vuelta y media para la conclusión, el enjuto rubio McChesney sale de su escondrijo postrero del grupo cabecero de cinco para asestar un duro golpe a la carrera en la contrarrecta. Ovett alarga su imperial zancada, y llegando a la recta de meta, el estadounidense se abre casi hasta la calle 3, mostrando una imagen rara vez vista, de tres atletas (Ovett, Treacy y McChesney) avanzando en paralelo a falta de poco más de 400 metros para la llegada.

Toque de campana, y McChesney vuelve a acelerar. El cabeceo y la mirada al suelo de Treacy denotan, quizá, las primeras muestras de verdadero sufrimiento. Contrameta y nuevo cambio de McChesney, con Ovett en claro ‘standby’. El inglés tomaba la curva de manera casi grosera, con una sensación de entereza insultante a esas alturas de carrera. Al llegar a la curva, sólo Treacy por detrás del campeón olímpico, en un esfuerzo descomunal por aguantar la rueda de sus predecesores.

Al último 200m, esperando en la penumbra como el carroñero que aguarda con tenebrosa paciencia el último estertor de su presa, el majestuoso Ovett aumenta la marcha, abandona la cuerda, mira hacia atrás, y ya sabe a esas alturas que la victoria es suya. Adelanta por el exterior a McChesney, y en cuanto se hace con el primer lugar, comete un error que, como si hubiera sido un triste preludio, condenará toda su actuación de aquella tarde.

En una de las mayores muestras de arrogancia que jamás se hayan visto sobre una pista de atletismo, Steve Ovett, dando su victoria por supuesta a falta de casi 150 metros, incurría en un acto de soberbia aún más exorbitante que su desmedida calidad. Completamente seguro de su victoria, Ovett levanta el brazo, saludando al público, a ese público que lo idolatraba. Mientras, como si se tratara de dos guerras totalmente heterogéneas, un irlandés de nombre John Treacy se batía el cobre por no quedar descartado tan pronto de aquella lucha. Si bien no se trataba de un cualquiera, Treacy nunca destacó precisamente por su buen final. Ovett, al otearlo en su retaguardia, es consciente de que la carrera se le puede complicar tras su gesto, y recurre a su frescura de mediofondista. Treacy, mientras, continuaba sin dar la batalla por perdida.

En una situación ya poco menos que ridícula, sin ninguna gana aparente de cerrar el telón, y a falta de 40 metros, Ovett vuelve a frenarse, en un triste juego de gato y ratón, como si no quisiera desperdiciar ni un sólo gramo de más de energía de la que consideraba justa y necesaria.

Dejándose ir completamente en los últimos 30 metros, con el cuerpo relajado y erguido, una pequeña bala verde se pone a su altura a su diestra. John Treacy, en una imagen fascinante de por sí, y al contrario de lo que Ovett hizo, se dejaba hasta la última gota de fuerza para, en una demostración de coraje y valentía, arrebatarle la victoria al campeón olímpico en el último suspiro. El irlandés, lanzando el cuerpo al vacío como un auténtico sprinter, no sólo conseguía la victoria en ese último metro. Su éxito era otro. Nos enseñaba la sublime importancia de la lucha y del orgullo, del no darse por vencido hasta que todo acaba, del no arrojar la toalla hasta sobrepasar el umbral, el último metro, el último milímetro.

Ovett, ridiculizado hasta la extravagancia ante aquella grotesca actitud, incrédulo, sólo acertaba a sonreír cínicamente al cruzar la meta (como hiciera aquí). Obvio. Ni él mismo podía no reírse ante semejante ridículo. En segundos, el gesto se tornaba en una mirada perdida que denotaba claramente lo que se vio: una insolencia tal, que merecía un bofetón de este calibre.

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