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Recordamos… Tsuburaya: morir de deshonor

Nacido el 13 de mayo de 1940 en la localidad de Sukagawa, en la Prefectura de Fukushima, Kōkichi Tsuburaya encarna como pocos en la historia lo que el espíritu competitivo puede llegar a causar en la mente de un atleta. Su trayectoria vital queda exenta de prácticamente cualquier desperdicio.

En 1959, Tsuburaya ingresa en las Fuerzas de Autodefensa de Japón, alcanzando al rango de teniente. Tras alistarse, comienza a competir a nivel atlético de manera profesional, desarrollando ampliamente poderosas aptitudes para la carrera de fondo. Aptitudes que, por otra parte, siempre mostró. Ya en aquella época, su físico le causa problemas, germen implacable de lo que terminará por venir: constantemente aquejado de contratiempos lumbares, estos le lastrarán durante toda su carrera.

Los 5.000m y 10.000m comenzaron a sugerir su tremenda clase, y pronto descubrió que en las pruebas de fondo se encontraba su territorio más preciado. Sin embargo, iba a ser el maratón la prueba que colmaría sus expectativas. El círculo se cerraba en torno a la mítica distancia, siendo Tsuburaya seleccionado para disputar los Juegos Olímpicos de Tokio, en 1964. En aquellos Juegos, doblaría prueba, competiendo también en el 10.000m. Fueron los Juegos de Larisa Latynina. De Billy Mills. De Bob Hayes. De Anton Geesink. De Abebe Bikila. Historia pura.

En esos 10.000m, disputados el 14 de octubre de 1964, los favoritos Ron Clarke (plusmarquista mundial, australiano, bronce a la postre), Pyotr Bolotnikov (soviético, oro cuatro años antes en Roma en la misma prueba), y Murray Halberg (neozelandés, oro en el 5.000m de los Juegos anteriores), fueron superados por Billy Mills, un indio sioux americano, un completo desconocido en el panorama atlético internacional. Aún en la actualidad, el hecho continúa representando una de las mayores sorpresas de la historia del atletismo y del olimpismo. Tsuburaya soportó el ritmo hasta que en el kilómetro seis se descolgó del grupo de cabeza, concluyendo finalmente en sexta posición.

En el maratón, que se disputaría una semana más tarde, el 21 de octubre, Tsuburaya no resultaba siquiera la mejor opción japonesa, pese a considerarlo su prueba favorita y arribar en un magnífico estado de forma. Kenji Kimihara y en especial Toru Terasawa, que había ostentado unos meses atrás el récord del mundo (2h15:15.8, el 17 de febrero de 1963 en Beppu-Ōita), se postulaban como las mejores opciones de la escuadra nipona.

Los favoritos, el estadounidense Leonard «Buddy» Edelen (primer hombre en la historia en bajar de las dos horas y quince minutos; 2h14:28 el 15 de junio de 1963, en el Polytechnic Marathon de Londres), el inglés Basil Heatley (que terminaría por conseguir la plata) y el celebérrimo Abebe Bikila. El abisinio, triunfador en los Juegos de Roma cuatro años antes, generaría un impacto brutal en el panorama atlético, con su exhibición a lo largo y ancho del adoquín romano… descalzo. Sin embargo, resultaba una absoluta incógnita la dimensión del nivel que pudiese mostrar en Tokio. Apenas mes y medio antes de los Juegos había sido operado de apendicitis.

Pese a las elucubraciones sobre el estado de salud de Bikila, el etíope entraba en la meta del estadio olímpico con una marca de 2 horas, 12 minutos y 11 segundos, venciendo de forma tiránica en una prueba que dominó casi desde el inicio. Bikila mostraba, de nuevo, una superioridad y suficiencia incontestables, casi insultantes (ahora ya con zapatillas Puma). Más de un minuto por debajo de la que había sido hasta ese momento plusmarca mundial de la distancia, en posesión de Heatley (2h13:55 el 13 de junio de 1964 en el Polytechnic Marathon de Londres).

Pero la historia se concentra unos cuatro minutos más tarde. En aquel preciso momento en el que los 75.000 asistentes que colmaban el estadio olímpico estallaban en vigoroso júbilo. Uno de sus compatriotas sobrepasaba el arco de entrada al recinto en segunda posición. Contra todo pronóstico, aquel compatriota era Tsuburaya. Heatley, siguiendo su estela a escasos diez metros, conseguía superarlo en la última curva del anillo, sorprendiendo al japonés con un último cambio al que éste, al límite de sus prestaciones, no fue capaz reaccionar. Tsuburaya sobrepasaba la línea de llegada completamente exhausto, casi al borde del colapso, ante la alegría desbordada e incontenible del siempre hierático pueblo japonés. Cubierto por una manta, tocado por una expresión que reflejaba a la perfección el agotamiento de la prueba, Tsuburaya se retiraba del estadio entre los ensordecedores gritos de “Nipon, Nipon” (¡Japón, Japón!). Sin embargo, Tsuburaya en ningún momento supo entender que aquel bronce fuera ningún éxito. Muy al contrario, sentía sobre él la sombra del más absoluto fracaso, cuando, paradójicamente, su actuación fue considerada un rotundo éxito nacional. Con aquel tercer puesto y el registro logrado, 2h16:23, un japonés subía de nuevo al podio en una prueba de atletismo en unos Juegos, tras veintiocho años de ausencia. Las últimas medallas habían sido conseguidas en Berlín en 1936 por los coreanos Kitei Son y Shoriu Nan, oro y bronce en maratón, que compitieron bajo bandera japonesa.

Tsuburaya, puro sentimiento de humillación y decepción máximas, consideraba el haber dejado escapar la medalla de plata en la última curva, en los últimos ciento cincuenta metros de aquel maratón, una categórica deshonra. Todo el país lo aclamaba, empatizando con la proeza conseguida, pero él acabaría por confesarle a su compañero Kimihara que solamente un oro en los Juegos Olímpicos de México, cuatro años más tarde, podría servir para aliviar la impotencia y frustración que sintió. «He avergonzado públicamente a mi país, y solo con una victoria en los Juegos de México puedo obtener su perdón», llegó a decirle. Entendía que no había estado a la altura de las circunstancias, y que había defraudado a su gente, a su pueblo, aquel al que defendía y representaba con honor y orgullo supremos.

A partir de ese momento, en su mente sólo existió una idea, fija, perenne, enraizada hasta lo más profundo de su ser: conseguir la mejor preparación posible para alzarse con el oro cuatro años después en México. Nada más importaba.

Teniendo en cuenta que pertenecía a las Fuerzas de Autodefensa de Japón, el Gobierno le impuso un plan de entrenamiento muy meticuloso, basado en un trabajo metódico hasta el paroxismo, y una disciplina tan pétrea como inmaculadamente castrense. Así pues, aquella terminante búsqueda de la victoria en el maratón de los Juegos de México se convirtió en una obsesión, casi en una cuestión de estado. Se diseñó para él un entrenamiento inhumano. Tsuburaya vivía ―o sobrevivía― en el más absoluto aislamiento, homenajeando al asceta, subsistiendo sobre la naturaleza espartana de su preparación, con la única inquietud de correr. Correr, correr y correr. Hasta tal punto se siguió el empeño, que se le ordenó tajantemente apartarse de su familia, e incluso posponer su boda, prevista para 1966, en pos de conseguir aquel reto. Fue obligado a cortar de raíz toda relación con su pareja, por entonces prometida. Él aceptó. En ningún momento se planteó la posibilidad de desobedecer aquella orden. Era una cuestión de honor. De dignidad. Jamás un japonés debía ni siquiera pensar en desobedecer la orden de un superior. Y mucho menos, si se trataba de la defensa de su patria, el orgullo máximo. Aquella patria a la que él creía que había decepcionado con el bronce de Tokio.

Pero el entrenamiento, infame y suicida, comenzó a dar sus frutos. La madeja determinó que no fuese de la manera esperada. La dureza y brutalidad de aquella preparación comenzó a mellar la capacidad física de Tsuburaya. Sus problemas endémicos de lumbares se cronificaron y agudizaron hasta tal punto que tuvo que permanecer cerca de dos meses hospitalizado, durante el año anterior a los Juegos. Al volver a los entrenamientos, se dio cuenta de que su cuerpo no respondía. Tsuburaya perdió totalmente la forma adquirida. No es que no estuviera a la altura del exigente reto. Es que era incapaz de soportar el esfuerzo, incapaz de canalizar el entrenamiento, de asimilarlo y de responder a él. Sencillamente, era incapaz de correr.

El 9 de enero de 1968, sus compañeros de la residencia de atletas se dieron cuenta de que Tsuburaya no había acudido al desayuno. Al resultarles extraño, fueron a buscarlo a su habitación. Lo que allí encontraron rozaba lo dantesco: Tsuburaya, tumbado sobre un inmenso charco de sangre, sostenía en una mano una cuchilla de afeitar, con la que se había seccionado la carótida. En su otra mano, la medalla de bronce olímpica de Tokio. Para culminar la impactante escena, dos mensajes manuscritos. El primero, rezaba así:«Siento mucho crear problemas a mis instructores. Os deseo mucho éxito en México».

El segundo, aún más impactante:

«Estoy demasiado cansado para correr más».

En el ideario japonés, la muerte es considerada más honrada y aceptable que el deshonor. Tsuburaya hizo suya esta creencia hasta límites insospechados, llevándola hasta sus últimas consecuencias. Tan sencillo como que prefirió quitarse la vida antes que convivir con lo que él consideraba una traición a la patria, un deshonor a su pueblo. Aquel día, Tsuburaya fue incapaz de correr más.

Aquí, un pequeño vídeo en el que se observa la llegada de Heatley y Tsuburaya en Tokio.

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